La
Habana Cuba, enero de 2012
Joisy
García Martínez.
El
miércoles pasado trataba de resolver uno de los trámites que casi
todos calificamos como “engorrosos, burocráticos”, de esos, que
con simplemente mencionar su nombre, hace que nos apretemos los
labios, suspiremos profundamente y frunzamos el ceño. Imagino que
algo similar debe pasar en muchas latitudes del planeta, cuando de
trámites gubernamentales se trata, pero en Cuba, como alguien dijo
“cuando no llegamos nos pasamos”. Escribiré su nombre, para que
todo cubano que lea o escuche esta anécdota, en honor a sus
recuerdos vuelva a sentir lo mismo. Se trata de un cambio de
dirección de domicilio en el CIRP (Carnet de Identidad y Registro de
Población) ¿ya suspiraron verdad?
Bueno,
ahora voy a relatarles lo que me dio risa en este día, mientras
esperábamos que el tiempo transcurriera sentados en el portal del
local, un cuentapropista muy simpático y recurrente, que pregonaba
muy alto y serenamente la venta de sus caramelos, llamaba nuestra
atención, al decir en su imaginativo pregón: “Compra tu
caramelito, para que se te alegre el corazoncito, dulce dulce, que te
quiero dulce, de mentica y naranjita, para engordar tus piernitas y
sus nalguitas”… Todos sonreímos de su inusual iniciativa, nada
que ver, cosas que suceden.
El
pregonero automáticamente ganó simpatizantes que le compraron sus
caramelos, y al casi irse me dispuse a comprar algunos. Al pedirle
los caramelos y el sabor, el en voz baja y mirando para la Estación
de policías que controla “el orden interior” y que nos quedaba
bien cerca nos dijo en un susurro: “Al fin puedo gritar en voz alta
aquí compadre, aunque sea al pregonar la venta de mis caramelos”.
Su ingeniosidad nos dio tanta gracia, que tuvimos que reír todos y
urgente intervine: “¿Qué está usted queriendo decir, que vivimos
en una dictadura?, porque que yo sepa, donde único no se puede
gritar exigiendo lo que se quiere es en una dictadura, así que,
grite usted compadre!”. Automáticamente y sin pensarlo, con voz
armónica y jovial, me respondió… No, no, no, compay, eso lo ha
dicho usted. Sonriéndonos ambos nos despedimos, con esa enorme
mirada pícara, que nos sumió en la complicidad de nuestra frustrada
falta de indignación.
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