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jueves, 21 de abril de 2011

Que tiempo duran las revoluciones?.

¿Existe un pacto social revolucionario? (cubaencuentro.com)
La revolución cubana hace mucho tiempo que no existe. El proceso de transformaciones radicales fue completado, en lo esencial, en1965
Haroldo Dilla Alfonso, Santo Domingo | 12/04/2011
Se ha puesto de moda (y es bueno que así sea) hablar sobre el llamado pacto social revolucionario y su crisis. Y desde ahí, según los gustos, de su reformulación, clausura o “actualización”, para usar la jerga propia de la parca reforma raulista. Ahora fue Espacio Laical —una revista digital altamente meritoria y que siempre leo con fruición— quien reflotó el tema y para ello convocó a cuatro distinguidos especialistas a opinar sobre la esencia del pacto, las razones de su crisis y las perspectivas de futuro. Los convocados fueron Lenier González, Arturo López Levy, Alexis Pestano y Carlos Alzugaray.
Es interesante anotar que los convocados muestran perfiles sustancialmente diferentes en términos de edades, filiaciones políticas e institucionales, lugares de residencias, etc. Lo cual determina algunos giros explicativos que me resultaron simpáticos, como el sofisticado esfuerzo analógico-retórico de identificar a la Revolución con la Santísima Trinidad (una “trinidad política revolucionaria” según Pestano), y como la sincera autocensura militante de Alzugaray cuando se excusa de dar opiniones políticas para evitar “caer en el liberalismo”. Expresión esta última que me hizo recordar con añoranza los ya lejanos tiempos en que yo militaba en la Unión de Jóvenes Comunistas.
Pero más allá de estas diferencias, y otras, que enriquecen el dossier, en lo fundamental los entrevistados coinciden al responder las preguntas sobre el “pacto social revolucionario”, tanto en lo que dicen como en lo que omiten. Y curiosamente también el estilo: juegos elípticos de palabras, usos de sobreentendidos inteligibles solo para los iniciados, retórica críptica, y el uso escolástico de la autoridad como fuente del saber, con el tremendo agravante que aquí la autoridad/saber proviene nada más y nada menos que de Raúl Castro cuyos dotes intelectuales no son exactamente un motivo de orgullo nacional.
Y es que finalmente, los autores viven y publican en medio de ese llamado Pacto Social revolucionario que están analizando. Un pacto que esencialmente significó renunciar a nuestros derechos civiles y políticos a cambio de seguridad y protección social. Son parte de él, y tienen que atenerse a sus reglas o dejar de publicar y de vivir en Cuba. Si somos honestos, esas horcas caudinas son soportadas por los intelectuales en cualquier sistema, solo que en Cuba la horca está demasiado pegada al piso y pasar por debajo de ella es el único casino en el pueblo, si acaso quieres seguir jugando en el pueblo. Y por esas razones —y esta es mi principal objeción— muchas cosas que dicen los autores del dossier son wishful thinkings, elucubraciones despegadas de la realidad que no podrían convencer a nadie en el país que no esté dispuesto a ser convencido. Como diría Marx, totalmente divorciadas del rudo mundo real.
No podría, por razones de mis propias insuficiencias teóricas, hacer una discusión total del dossier. Me veo precisado a omitir ahora, por razones de espacio, las resaltantes virtudes teóricas y políticas que encierran sus páginas. Solo quiero detenerme en dos aspectos polémicos: la dudosa validez del concepto y su sentido actual. Dejo para otro artículo algunas ideas sobre la cuestión migratoria y el pacto de marras, lo cual es abordado al menos por tres de los autores.
Desde mi punto de vista el concepto es erróneo. No porque hable de un pacto social, propio del anaquel iusnaturalista que puede ser usado o no. Yo mismo lo use extensamente en los días del CEA, hace tres lustros. Sino por el apellido “revolucionario”. La revolución cubana hace mucho tiempo que no existe. Fue un hecho dado por la necesidad histórica y trató de resolver muchos problemas que la República precedente no pudo, y lo consiguió en algunos casos y en otros no. No fue un invento de nadie, ni la manipulación de un grupo de hombres. Pero ese proceso de transformaciones radicales se había completado esencialmente en 1965.
Lo que vino después de 1965 fue una serie de actos voluntaristas y aventureros —internos y externos— que tuvieron su más estridente fracaso en la zafra de 1970. Fue el estertor épico de una revolución agotada que terminó meciéndose en brazos del bloque soviético. Esto también tuvo sus ventajas, por ejemplo en el uso de los subsidios soviéticos en función del intenso proceso de movilidad social cuyo resultado es garantía del futuro insular. Pero nada de eso era ya una revolución. Diría que era un proceso thermidoriano edulcorado por las subvenciones. Y de cualquier forma, un proceso postrevolucionario.
Y ese es el escenario en que se consolida el pacto social que hoy discutimos. Más que un pacto fue una subordinación, a duras penas negociada entre dos partes muy disímiles. Por un lado, un sujeto popular atomizado, desprovisto de organizaciones autónomas y encasillado en eficaces estructuras de control político y policiaco. Y del otro, una clase política proveniente de un hecho violento como siempre es una revolución, que logró reprimir y desarticular la oposición efectiva y exportar la potencial. Que contaba a su favor una afluencia sostenida de recursos externos que le proveía de una autonomía impresionante frente a la misma sociedad. Y en ese mismo sentido de una capacidad cuasi-monopólica para producir ideología creíble.
Seguirle llamando a ese engendro conservador y autoritario “pacto social revolucionario” es una ofrenda muy costosa a la construcciónanticapitalista en el futuro. No se puede derivar una alternativa política socialista de lo que nunca lo fue. Seguir creyéndolo es continuar embargando la propia credibilidad socialista, hundiéndola en el cieno del autoritarismo caudillista, de la ineficiencia y de la mediocridad.
El segundo aspecto es más sencillo. La ruina del llamado pacto social revolucionario se debe a muchos factores: la movilidad social, la emergencia de nuevas generaciones, los contactos con la diáspora (fuera o dentro de Cuba), la inevitable ruptura del monopolio informativo, etc. Pero sobre todo porque con el proceso de recuperación económica de los 90 entró al escenario cubano un nuevo mecanismo de asignación de recursos y valores —el mercado— que al mismo tiempo devino vector muy distinguido de las nuevas modalidades de movilidad social. Si es así, entonces la diversidad que tiene que ser asumida por el pluralismo que decididamente proponen los comentaristas, no puede ser simplemente un accesorio consultivo del mismo aparato monocéntrico que hoy existe, sino que tiene que ser un principio de ordenamiento de todo el sistema político y del Estado. En otras palabras, no basta con recordar que hay negros y blancos, jóvenes y viejos, mujeres y hombres. Sino también que hay demo y socialcristianos, socialistas de varias pintas, liberales y otras muchas feligresías políticas, todas con derecho a competir por el apoyo ciudadano a sus programas y eventualmente a ser gobierno.
Yo no sé que tienen en mente exactamente las personas que dirigen Espacio Laical. Pero sí sé que si Espacio Laical publicara algo así, en ese mismo momento terminaría su franquicia. Y si esto sucede yo lamentaría mucho la pérdida de tan valioso espacio de discusión sobre un futuro mejor para la Isla. Pero más allá de este dilema, creo que en momentos en que el Estado Cubano le indica a la gente común que tiene que resolver sus problemas vitales en el mercado y en que sus servicios sociales se deterioran, no es posible mantener el principio del autoritarismo postrevolucionario: la renuncia a los derechos civiles y políticos a cambio de seguridad y protección social. Creo que también hay un dilema ético en callar cuando se organiza un congreso del partido donde se prohíbe cualquier discusión de cambio político como garantía de una paz social imprescindible para la restauración capitalista liderada por los militares, la tecnocracia y el clan Castro.
Y finalmente una breve digresión sobre una afirmación sorprendente en un analista tan agudo como López Levy. La cercanía de Estados Unidos a Cuba —La Habana es la capital latinoamericana más cerca del territorio americano— es siempre un asunto delicado para Cuba, lleno de oportunidades pero también de riesgos. Pero no es posible continuar hablando de la apertura política cubana pidiendo excusas al espantajo de la hipotética agresión norteamericana. Esa agresión ya no es parte de la agenda de nadie. Ni siquiera de los grupos más atrasados y revanchistas que han optado por esperar a la debacle pacífica. Y aun si yo fuera demasiado categórico en mi afirmación, estaríamos de acuerdo que existen muchas maneras de prevenir una injerencia sin tener que echar mano a la represión, la cárcel o el destierro de los que efectivamente piensan diferente. Eso lo saben los dirigentes cubanos, que históricamente se han dado la mano con los sectores más intransigentes del espectro político americano boicoteando cuanto proyecto de acercamiento ha existido. Y que han utilizado cuanto bochinche político ha sido posible —Elián, los Cinco Héroes, etc.— para mantener la calistenia nacionalista como recurso político de consenso.
De ahí la inconsistencia de la propuesta que hace López Levy, poco compasiva con su sólida preparación intelectual y con su filiación ideológica: una liberalización del sistema político. Es decir algunos retoques. Un sistema liberalizado ampliaría las libertades y permitiría a la gente opinar y eventualmente decir lo que piensen. Creo que el problema de Cuba es otro, es la democratización radical del sistema político, que, por supuesto, garantizará a la gente opinar lo que gusten, pero sobre todo permitirá que esas opiniones impacten en las decisiones y puedan ser tomadas en cuenta. Esa debe ser la base de la República del futuro cubano. Una en la que cada derecho ciudadano —social, político o civil— sea un deber de los poderes públicos constituidos democráticamente, transparentes y sujetos a la auditoria social.
Me temo que no hay aspecto más crucial para una agenda política de izquierda en Cuba que esa democratización. Sin ella, nada vale la pena. © cubaencuentro.com

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